La niña del bote: La experiencia de una soñadora
Mi madre se convirtió en mi heroína ese día.

Un extracto del nuevo libro de Ruth Jean

Mi madre se convirtió en mi heroína ese día. Siempre le estaré agradecida por su sacrificio. No tengo ningún recuerdo del día en que mi madre decidió viajar en ese bote con nosotros, pero sé que sin esa decisión revolucionaria no estaría donde estoy hoy.

Basándome en el recuento de mi madre, puedo imaginar la escena de manera nítida: la forma en que yo estaba de pie a un lado de ella con su brazo envolviéndome, mi hermano del medio de pie entre las piernas de mi madre mientras ella sostenía a mi hermano recién nacido con fuerza en el único brazo que no me sostenía. Puedo imaginar el pequeño bote en medio del Océano Atlántico, lleno de gente esperanzada y desesperada por otra vida. Puedo imaginar los sentimientos encontrados de aquellos que se preguntaban si sobrevivirían a este viaje y que, a la vez, planeaban lo que harían el resto de sus vidas si sobrevivían.

Algunos planeaban ir a la escuela para tener una mejor vida; otros planeaban encontrar un trabajo para ayudar a sus familias en casa; algunos otros planeaban ayudar a sus hijos a ir a la escuela; muchos buscaban la posibilidad de expresarse libremente y practicar su estilo de vida sin amenazas del gobierno.

Mamá cuenta que acabamos en algún lugar de los Cayos, probablemente en Key Biscayne. Cuando llegamos a tierra, fuimos rescatados por lo que mamá cree que era Inmigraciones. Nos dieron comida, ropa de abrigo y la posibilidad de hacer una llamada telefónica. Mamá llamó a un familiar y empezamos a vivir en Estados Unidos.

Decir que tuvimos dificultades sería poco. Con frecuencia, les digo a las personas que vengo de orígenes humildes. Bueno, es un eufemismo para decir “pobre”. Éramos pobres. Mi madre nos criaba sola, como una madre soltera, y sufríamos del choque cultural. Cuando tenía unos seis años, nos mudamos a Nueva Jersey. No recuerdo casi nada anterior a los seis años, y creo que se debe al trauma que experimenté durante esos años de mi vida. Mi madre hacía cualquier tipo de trabajo que se esperara de una inmigrante: cocinaba, limpiaba y recogía frutas y verduras. Cuando mi padre le dijo que quería que nos mudáramos a Nueva Jersey, ella se sintió muy contenta y agradeció la ayuda que él podía darle para criar a tres hijos.

En Nueva Jersey, vivíamos en el sótano de mi tía, pero teníamos cierta estabilidad. No tenía ni idea de que éramos “indocumentados”. Iba a la escuela igual que los demás niños, y mis padres iban a trabajar igual que los demás padres. Pasamos unos tres años en Nueva Jersey hasta que nos mudamos a Florida. Nos mudamos al centro del “vecindario”, el centro de la ciudad.  Aunque el lugar donde vivíamos era mayoritariamente de gente de raza negra y todo el mundo se parecía a nosotros en cuanto al color de la piel, lucíamos diferente y no siempre éramos bien recibidos.

Los haitianos vestían a sus hijos de forma diferente, llevaban colores distintos, hablaban con un acento diferente, cocinaban alimentos que olían distinto y peinaban a sus hijas de forma diferente.

Aunque no tenía acento, era evidente que mis padres no eran americanos. Esto representaba un choque cultural. Cuando jugábamos fuera con los demás niños, siempre llegaba un momento en que los padres empezaban a llamar a sus hijos para que entraran. Todos me conocían como Ruth, pero cuando mi madre me llamaba con su voz aguda, gritaba “Wheat! Wheat!” (como suena mi nombre para una persona que no habla criollo). Así que, por supuesto, los niños americanos se burlaban de cómo mi madre me llamaba.

Ser haitiano era duro, pero ser indocumentado y haitiano era aún más duro porque no podías tener un respiro. Los estadounidenses no te querían porque eras haitiano y los haitianos “legales” te despreciaban porque habías llegado a Estados Unidos en un bote.

Continuará…

¿No puedes esperar?

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